Sentí frío. Abrí los ojos, estaba en el pueblo ¿pueblo? No hay nada en mis muñecas.
"Será esto" supuse y empecé a andar "será que he llegado". Vaya un pueblo, no había un alma, pero era de noche así que tampoco me llamó mucho la atención. Había algunas luces en las ventanas, tampoco me interesó. Jugaba con los reflejos de los charcos mientras caminaba, intentando ver qué reflejaban. Recordé que, un día, de pequeño, estuve leyendo el diccionario tratando de encontrar una palabra y cuando papá me vio, me preguntó qué buscaba. "Rielar". Recordaba ese momento como si hubiera pasado siempre. "Rielar". Me había prometido que algún día escribiría un poema que tuviera esa palabra, pero para qué. Me palpé los bolsillos aun sabiendo que no encontraría un bolígrafo, quien sabe, nunca es mal momento para escribir.
Crucé la calle, miré a ambos lados, aunque no había ningún coche, ni ningún paseante nocturno. Me di cuenta entonces de que no se oía nada, tal vez no era tan raro tratándose de un pueblo, tal vez sí, no supe que pensar. Se oían las cigarras de la noche veraniega, la brisa acariciando los coches, mis pasos. Recordé aquel artículo que leí una vez sobre el silencio absoluto, dicen que si entras en una cámara insonorizada, oyes tu corazón latir y el pitido de los nervios en tus oídos, lo llaman -10 decibelios. Me sentí así, aunque no oía ningún corazón. Parecía como si la brisa y las cigarras formaran parte del ruido de mis zapatos.
Un parque, un banco. Al fin donde sentarse a esperar. Me espatarré sobre él y me quedé mirando al infinito unos segundos, luego me volví a palpar los bolsillos, realmente no me había preguntado si tenía algo en ellos. Encontré, en mi bolsillo trasero, una llave rota. Una llave normal, moderna, pero rota. Decidí tirarla al parque, a los matojos les interesaría mas que a mí, supuse.
La vi caer en la copa de un árbol, escurrirse entre sus ramas y volver a caer al suelo a lo lejos y me quedé observando el pequeño brillo que reflejaba en el suelo, pequeño como una estrella.
Y entonces sentí que debía volver a mirarme las muñecas, sin saber por qué, como si alguien me lo acabara de susurrar al oído. No había herida, pero sangraban.
Durante un instante vi la pared blanca de mi piso, el frío del suelo en la mejilla.
Pero volví al parque, me levanté, hice un movimiento brusco con el brazo para deshacerme de algo de sangre y caminé, desganado, hacia el brillo de la llave. Supuse que sí me serviría para algo.
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