lunes, 29 de septiembre de 2014
La noche cubría como un manto la masiva extensión de edificios que componían la ciudad. En uno de los más altos, poco pasada la medianoche, un hombre, de unos cincuenta años, observaba por la ventana el tráfico, las luces y el humo. Iba vestido con un albornoz con sus siglas bordadas y en su mano recostaba una cara copa llena de un caro licor. Bebía detenidamente, como si realmente no quisiera hacerlo o fuera una acción con la que dejar el tiempo correr. Se dio la vuelta y se sentó a los pies de su cama. Apagó la televisión, que llevaba horas sonando de fondo, y cogió el album de fotos de su mesita de noche. En él aparecían, sobretodo, fotos de él, con su ex-mujer y su hijo pequeño, cuando éste tenía unos ocho o nueve años. Una lagrima se vertió del ojo derecho de aquel hombre. Hacía ya dos años que no veía a sus hijos. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo lo he permitido? Mis hijos ya no quieren saber nada de mi. No les he sabido escuchar. No los he sabido educar. Ni siquiera me molesté en entenderlos. Siempre trabajando. Me he perdido cumpleaños, me he perdido graduaciones y me he perdido partidos. Todo por el puñetero trabajo. Ni siquiera me gusta tanto lo que hago. Maldita sea, ni siquiera necesito verdaderamente el dinero. ¿Cómo puede haber sido lo que pensé que me uniría a mi familia lo que me haya alejado de ella? Yo antes tenía sueños. E ilusiones. Quería una casa en el campo, y no esta mierda de apartamento. Quería vivir en paz con mi familia. Quería librarme de estas ataduras con el trabajo, la hipoteca, la monotonía. Y ahora no tengo nada. Entonces se acabó la copa y se tumbó en la cama para hundirse en un amargo sueño.
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