jueves, 27 de agosto de 2015

Luis (I)

—Me gusta la lluvia. Parece que el mundo está llorando porque está triste. Así no me siento el único. —dijo Luis.
—Eres un chico muy raro.—respondió ella.
Eran amigos desde hace un par de años. El instituto les había unido. Ninguno de los dos se interesaba especialmente en los triviales asuntos que concernían al resto de compañeros con los que lidiaban. Él no era un entusiasta del futbol, ni ella de la moda. Él amaba estar mirando las estrellas, escuchando su música favorita, y ella amaba tocar el piano y leer en su cama. Ambos tuvieron infancias duras. Él tuvo un padre maltratador, y muchas veces se escapa de casa para no ser golpeado, o escuchar como insultaba a su madre. Afortunadamente para él, la tortura acabó hace dos años, cuando su padre falleció de un ataque al corazón mientras volvía del trabajo. Tampoco curó la insatisfacción que suponía vivir esa tortura, el hecho de que muriera. Un inexplicable tormento seguía rumiandole. Ángela vivió la terrible separación de sus padres. Nunca supo el motivo exactamente, pero pudo deducir que se debió a una infidelidad de su madre. Ahora la veía dos fines de semana al mes, pero no le hacía mucho caso cuando iba, ésta prefería dedicar su afecto a su segundo hijo, Isaac, a quien tuvo de su segundo—y actual— marido.
—Me hago el dramático.
Ella lo miró. Ambos pudieron leer la bruma que rodeaba sus miradas.
—Deberíamos irnos de aquí. Dejar todo esto atrás.—dijo ella.
—¿A dónde?
—¿Acaso importa? A cualquier lugar, menos aquí.
Él no dijo nada más, se tumbó en el cesped y se quedó contemplando el cielo, ensimismado.
Ella lo miró un momento. Luego hizo un gesto de resignación y se tumbó a su lado.
—¿Ves el cielo?
—Por supuesto.
—Por eso irse no es la solución.
—¿Perdona?
—Vayas donde vayas, tendrás el mismo cielo encima y con él, estás tu, y en ti está la raíz que origina el problema, pues éste va de la mano contigo.
—Filosofeas mucho para tener quince años. No te queda ni nada para aprender.
—Es cierto. Y me muero de ganas de hacerlo.
Estuvieron un largo rato en silencio, a la vera del árbol del que se refugiaban de la lluvia. Escuchando el crepitar del agua, sus inhalaciones y exhalaciones, podían hasta oir los latidos del otro.
Ella se levantó y miró al infinito.
—Quizá sea verdad, y la solución no sea irse, pero de un comienzo nuevo se pueden aprender muchas cosas.
Él se levantó también, la miró a los ojos, le dedicó una satírica media sonrisa y respondió:
—Quizá tengas razón.

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