—No sé muy bien que decir la verdad. No soy más que un personaje. Ni siquiera se me ha dado sexo, ni edad, ni rasgos físicos. Pero me imaginas igual. Algunos me verán mujer, otros hombre, unos jóven, otros mayor. De hecho, no soy más que letras, pero soy recreado.
La densa nevada cubría las vistas. Hacía horas que andaba por aquel camino y ya no sabía hacia donde se dirigía. En realidad, ya no importaba. Su interés por alcanzar el pueblo había menguado hasta casi desaparecer por completo. Su único propósito ahora, era refugiarse del frío. Su caminar era ya torpe, cansado, y tenso por las bajas temperaturas. No le quedaba comida, ni bebida. Ni nada que lo pudiera distraer unos metros más. Cuando ya se disponía a buscar un árbol bajo al que subirse hasta que acabara de nevar, atisbó una luz, no muy lejos de donde se encontraba. Era una casa. Pequeña y antigua. La gente que vivía allí tenía pinta de ser pobre, pero confiaba en que aún pudieran ayudarle. Cuando llegó a la casa, aporreó la puerta. Desde el interior de la casa se escuchó un gruñido.
—¿Quién es? Como seáis los gamberros esos otra vez...
—No, señor. Soy un viajero errante. Buscaba llegar al pueblo, pero con esta nieve va a ser imposible.
—No está lejos, pero déjalo, ya lo harás mañana por la mañana. Pasa, hombre.
Se escuchó unos pasos, entonces, un chasquido. El Viajero empujó la puerta y se reveló la imagen de su anfitrión. Era un hombre de unos cincuenta años, fornido y con una descuidada barba de una semana. Aunque parecía un poco rudo, no daba la imagen de peligroso.
—¿Puedo sentarme junto a la chimenea? Llevo horas bajo la nieve... —alegó El Viajero.
—Por supuesto, hombre.
—¿Quieres algo de guiso de conejo? Siempre hago de más, aún cocino como si Laura siguiera aquí.
—¿Laura?
—Mi mujer. Bueno, la que lo era, antes de que El Señor se la llevara.
—¿Que pasó? Si no es indiscreción preguntar...
—Una enfermedad muy extraña. Se ve que Dios sabía que me había concedido una mujer demasiado buena para mí, y se la llevó para él.
—Lo siento.
—No te preocupes. —El hombre adoptó una imagen taciturna. Aun no nos hemos presentado. Me llamo Redd.
—Yo soy Al.
—Bueno Al, aquí tienes el sofá, las mantas están en esa silla de ahí, y si quieres guiso, está la cazuela encima de la mesa. Los platos están en el primer cajón de aquella estantería. Yo me voy a dormir ya, que mañana la madera estará congelada y necesitaré fuerzas para talarla.
—Gracias, Redd. Y buenas noches.
El Viajero se acercó a la cocina, bebió algo de agua de la botella que había fuera y se colocó de nuevo frente a la chimenea. Entonces sacó su libreta y anotó lo ocurrido durante el día. Como había caminado desde el anterior pueblo hasta al que se dirigía ahora, como había encontrado la casa de Redd, como había decidido seguir con hambre antes que comer de ese guiso con esa pinta tan pésima. Como deseaba encontrar a Fiona. Como la echaba de menos.